Me desperté mirando al techo de mi
habitación con un ataque de tos seca que ya quisiera un fumador empedernido. Mi
cabeza seguía pensando en Daku, pero ya no estaba en su cuerpo. El techo de mi
habitación no tiene estrellas y lo más cercano a la naturaleza que hay es la
mirada permanente de Owlie —el búho que cuida de mi por las noches—, así que le
pregunté qué tal había dormido esa noche, por si él había notado algo especial.
—Fue una noche muy entrópica, Maia.
—¿Entrópica?, ¿qué narices es eso?
—le pregunté.
—Teniendo una madre Doctora en
Física deberías saberlo: la entropía es la ley del desorden. Todo lo que se
puede desordenar, se desordenará. Imagínate que tiras un vaso de vidrio al
suelo…
—¿Con leche? —le interrumpí
—Si, qué más da. ¿Qué le sucede al vaso?
—Pues que Matusalén recoge los
trozos de vidrio, limpia la leche con la fregona y mami me riñe; pero como soy
guay, le sonrío de esa forma pícara que tanto les gusta y aquí no ha pasado
nada —sonreí.
—Bueno, ya veo que la Física no va a
ser lo tuyo —dijo Owlie en voz baja.
—Ya veremos, colega. Igual me hago
Doctora en Física igual que mami. Miraré dentro del espejo del lavabo y le echaré
un vistazo a la puerta de mi futuro que ponga: “Maia Doctora en Física”.
—Bueno, para que me entiendas: esta
noche te moviste más de lo normal…
—Así que tuve una noche desordenada.
—La vida es desordenada, querida
Maia.
Dejé al filósofo de Owlie dormir en
mi ausencia y les grité a los padres primerizos para que me viniesen a buscar a
la cuna. Tenía ganas de llegar pronto a la guardería y contarles a mis amigas
lo que me había ocurrido.Entropía en la caja de juguetes de Maia
Cuando llagamos, todos estaban
desayunando. Esperé que se acabasen los cereales y les conté a mis amigas de la
BabyRoom las aventuras de mis últimas 24 horas; pero sus miradas y la caras de
“tía, qué mal estás de lo tuyo” me dejaron claro que no se estaban creyendo ni
una sola de mis palabras.
—¡Os juro que me pasó todo eso!
—dije cabreada.
—Eso me suena a un caso típico de
“Empatía con el otro” —dijo Amaya, que últimamente estaba de lo más sabihonda.
—¿Empatía? ¿Entropía?; qué pasa que
hoy os ha dado a todos por ir de cultos —dije yo, que seguía con mi tos seca
después de haber dormido en la playa.
—Mira, te cuento un ejemplo de
empatía muy fácil de entender: Imagínate que estás en una habitación y alguien
bosteza: ¿a que todo el mundo bosteza? Pues eso es empatía —dijo Amaya.
—¿Y qué pasa si alguien no bosteza?
—pregunté.
—Entonces el que no bosteza es un
asesino, porque no tiene empatía. Lo explicó el otro día mi padre. “La empatía
es bostezar cuando otro bosteza. Si no lo haces, es que eres un asesino” —soltó
sin despeinarse.
—Qué miedo, ¿no? —Dije yo— ¿Por qué
no hacemos la prueba y bostezamos delante del resto de bebés? Así sabremos
quién será un asesino en el futuro —levanté las cejas un par de veces —ya
sabéis, ese movimiento de: “seamos malotes y hagamos la prueba definitiva para
saber en quién no confiar a partir de ahora—. El resto estuvo de acuerdo.
La empatía del bostezo
Yo tenía el bostezo más sonoro de la
BabyRoom, así que me dispuse a abrir la boca como un león.
—¡Aaaahhhhgrrrarararaaaaaaaahhhgragaarr!
—con mi bostezo dejé bien claro que todos debían mirarme y dejar inmediatamente
lo que estaban haciendo.
El bostezo se contagió por toda la
BabyRoom y casi todos los bebés empezaron a abrir la boca. Todos menos uno, que
me miró desafiante y mantuvo su boca cerrada tras mi bostezo leonino. Levantó
una de sus cejas y la mantuvo en esa posición desafiante hasta que el resto de
bebés terminó de bostezar. El bebé
recién llegado y sin nombre conocido volvió a mostrar su cara más oscura. Y yo
me cagué de miedo, dejando el pañal con una entropía tal, que ninguna cuidadora
quería cambiármelo.
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