La guardería cierra en diez minutos y yo
sigo sentada junto a Nikoll. Nadie aparece. Es como si los padres primerizos se
hubiesen volatilizado y estuviesen ahora volando por la sonora levedad del
éter. O algo por el estilo.
Nikoll
me dice que no me preocupe. Es mi cuidadora favorita. Tiene su trabajo de nueve
de la mañana hasta las seis de la tarde, y hoy soy su último bebé a cuidar.
—Estoy
segura que tus padres vendrán a buscarte en un momento —lo dice con voz
tranquila, porque sabe que si no llegan, tendrá que cerrar las puertas de la
guardería y dejarme dentro.
—¿Y
por qué no me voy contigo a tu casa? —le pregunto con cara de pena.
—No
puedes venir a mi casa, Maia, aquello está lleno de serpientes y animales
disecados.
—¿En
serio? —no tengo ni idea qué son los animales disecados, pero le muestro
sorpresa para que se apiade de mí.
—No
te preocupes que tus padres vendrán en seguida. ¿Jugamos a ser cocineros? —me
propone Nikoll.
El
reloj de pared marca indiferente el tiempo que me queda para presentar algo
comestible. Quedan 5 minutos para terminar. Es la final del Primer Masterchef
de la BabyRoom y soy la única concursante.
—Os
quedan 5 minutos para que me presentéis el plato que mejor represente vuestra
vida; ¡vamos cocineros, demostrad todo lo que sabéis! —grita la juez Nikoll.
Quedan
tres minutos y estoy a punto de presentar un salpicón de juguetes mordidos con
tropezones de porexpán, cuando aparecen
los padres primerizos con cara de susto y me quedo sin presentar nada.
—Pensábamos
que no llegábamos, mi niña —me dice mami.
—No
os preocupéis, aquí estábamos jugando a ser cocineros, ¿verdad Maia? —dice
Nikoll
Me
quedo con las ganas de ir a la casa de Nikoll para ver sus animales disecados, o
de probar mi salpicón de juguetes, pero la elección de familia no fue
aleatoria; es lo que me tocó y ahora no hay marcha atrás. Tengo que volver
a casa.
En
el coche vienen las disculpas y las explicaciones de por qué han llegado tan
tarde. Mami tenía que acabar unos experimentos muy importantes. “De acuerdo, te
perdono”, le digo mirándole a los ojos. Pero, ¿y el otro? Os explico su excusa
en forma de cuento.
“Todo
empezó con un pelo blanco en mi barba. Y ese pelo blanco se fue comiendo el
resto de pelos. El caso es que me miré en el espejo unos meses después y vi que
la calva de mi barba era exageradamente grande. Así que me fui al dermatólogo
para ver qué me pasaba.
—¿Qué
puedo hacer por ti? —me preguntó el dermatólogo.
Le
expliqué mi problema y él me explico el suyo. Resulta que estaba enamorado de
su enfermera, pero ella no le hacía caso. Le consolé, porque se puso a llorar,
y le dije que le dijese que la amaba.
—Tú
no sabes nada —gimoteó y me cogió la mano con ternura—. Necesito que mi
enfermera me haga caso. La amo con locura.
Eso
no me lo esperaba. Aquella pobre señora podía ser su madre y un dermatólogo con
su planta —era guapo y con pelo— podía permitirse una mujer mucho más guapa.
—Pero
hablemos de tu problema con el hueco en la barba…
No
pudo seguir. Lloró como jamás había visto hacerlo en un hombre maduro. Le
abracé y le prometí que haría algo. Salí de la consulta y me acerqué a la
recepción en donde estaba la enfermera, contando los minutos que le faltaban
para marcharse a casa.
—¿No
se ha dado cuenta que el Doctor está loco por usted? —le solté a la enfermera a
bocajarro. Ella no dijo nada.
Volví
a la consulta del Dermatólogo y me senté en la silla del paciente. Le dije que
en las cosas del amor es difícil acertar. Le expliqué mi historia de amor con
mi mujer y eso todavía le hizo más daño.
—Lo
ves. Tú eres feliz.
—Ya,
pero me costó mucho tiempo encontrarla.
—¿Cómo
se llama?
—¿Mi
mujer?
—No,
la máquina del tiempo que inventó tu abuelo.
—Perdona,
eh, no hace falta que estés a la defensiva. Se llama Lorena.
—Ves
y tiene un nombre precioso.
—Deberíamos
ir acabando con mi problema —le dije mirando el reloj de su pulsera—. Son casi
las cinco y media de la tarde y tengo que ir a buscar a mi hija.
—Yo
nunca tendré una hija con mi enfermera.
—Es
demasiado mayor para tener hijos. ¿Por qué no te apuntas a un gimnasio y le
explicas a la chica más guapa de allí que eres un dermatólogo de éxito?
—Lo
que pasa es que no tengo tiempo de nada. Estoy encerrado en éste maldito antro
de pelos, granos seborreicos y gente con calvas en la barba que me importan un
bledo.
—Es
lo que te da de comer —dije, tocándome la calva de mi barba.
—Sí,
tienes razón. Bueno, será mejor que hablemos de tu caso.
—Eso
¿Cómo se llama mi enfermedad? —le pregunté.
—Alopecia
de área indefinida. No tiene cura, pero tampoco es una enfermedad que te vaya a
suponer la muerte. De la misma manera que los pelos blancos de tu barba se
comieron al resto, puede llegar un día en el que resuciten y vuelvas a tener
una barba negra y frondosa”.
Después
de escuchar la historia del dermatólogo que hizo que los padres primerizos
llegasen tan tarde a la guardería, le dije a Agú que ningún amor, por muy primerizo
y fuerte que fuera, jamás me separaría de él. No sé, me dio por ahí. Luego, me
dormí.