miércoles, 16 de enero de 2013

Panadol y el vino espumoso



        Quedaos con éste dato: Mami se tomó dos copas de vino espumoso en la fiesta de compromiso. Luego vuelvo al dato. Y al vino.
         Según investigaciones que he realizado en los últimos 7 meses (menos un día), el recorrido de las comidas y bebidas que mami ingiere, tardan 8 horas en llegar a mi cuerpo. Las moléculas de alcohol se enlazan con la leche materna, en un enlace covalente de alta graduación, y pasan a mi cuerpo en todo su esplendor. Lo que sucede después, es sólo culpa de la imprudencia de los padres primerizos. Y eso que mami se ha portado muy bien desde que nací; hasta la fiesta de compromiso.
            —¿Tú crees que la nena va a notar las copas de vino que me he tomado, cuando le dé la teta por la mañana? —le preguntó mami al calborotas cuando llegaron a casa.
            —No creo que la nena se entere si has tomado vino o no —.Ahí queda plasmada la sabiduría del calborotas.
            Pues me enteré.
        Por la mañana, me desperté con un dolor de cabeza insoportable. Tenía hambre, y necesitaba urgentemente la toma de las siete de la mañana. Les avisé con mi grito de guerra de que ya estaba despierta:
            —Eeeehhheeeeh —mi hache suena en Do sostenido.

                                   con mis gafas de sol contra resacas indeseadas

        El sonámbulo de poco pelo apestaba a cerveza barata. Me cogió en brazos y me llevó hasta la teta de mami. Los ojos despintados de mami lo decían todo. Estaba ante un panorama de resaca monumental, que nunca había visto. Me acerqué al pezón con cierto miedo. Succioné con fuerza. A la segunda gota de leche, noté algo extraño en la cabeza y empecé a mover los brazos como una loca pidiendo su medicación. Había pillado mi primer puntillo de vino espumoso y notaba el subidón en mi cuerpo.
       ¿Queréis emborracharos como piojos y que yo no tenga resaca? ¡Pues pedir una coca cola zero, nenos!
         Las siguientes tres horas no paré de dar el coñazo. Me reía, lloraba, tenía ganas de saltar, de cantar, de dar volteretas por el sofá, de hacer el pino. Los pobres padres primerizos no sabían qué hacer conmigo.
            —¿Deben ser las dos copas de vino de anoche? —soltó mami con sabiduría.
            —No. Eso son los dientes, que le están a punto de salir —otro pelo de sabiduría que cae al suelo—. Le tendríamos que dar un poco de Panadol.
            Los padres primerizos siguen pensando que cada vez que me da por hacer algo raro, como llorar, es porque mis dientes están a punto de salir. Y que el Panadol es la solución para todo. 
 
 
        Cuando las moléculas de alcohol habían casi desaparecido de mi cuerpo, la entrada en acción de las gotas del Panadol hicieron que me reanimase. “!Subidoooooonnnn!”, pensé, mientras me reía como la loca de antes, a la que habían dado una pastilla de color equivocado.
          No estaba nada mal la mezcla del vino con el paracetamol. Movía los brazos haciendo el helicóptero, y los pobres padres primerizos no sabían qué hacer conmigo. Me dejaron en la cuna, con Agú, que me miró asustado. La cabeza me pesaba como un globo metálico. Hablé como una cotorra, y no sé qué le conté al pobre Agú, pero se agarró a los barrotes de la cuna, y se tapó la cara con su capa azul, durante el resto de la noche.
            El dato: si das el pecho, no bebas vino espumoso. Ni conduzcas. Para todo lo demás: Panadol.

                                                 ese vino espumoso...


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