Se acabó el
misterio. Ya sabía quién era la que se quería adueñar de mi territorio en mi
ausencia. La Otra había sido una vieja gloria de la televisión que ya no hacía
nada. Había perdido el calor de los niños, por empalagosa y demasiado
azucarada. Su voz de pito, sus vuelos estúpidos siempre al mismo lugar, ya no
hacían gracia a nadie. La Otra se pasaba el día estirada en la cama, dando
órdenes al grupo de juguetes a los que yo no hacía caso. Su cara de no haber
roto nunca un plato y esa sonrisa estúpida de estrella de la televisión, me
tenían que haber indicado antes, que algo no iba a funcionar bien a su lado.
Siempre acompañada por su fiel amigo, zumbándole alrededor, como un perro
faldero, chupando los restos de flores que ella no quería. Estaba claro quién
era La Otra.
La Abeja Maya
pensaba que la coincidencia de nuestros nombres nos iba a hacer inseparables.
Que íbamos a dormir juntas cada noche, que le iba a contar mis secretos y la
iba a llevar conmigo a todos los sitios. Pero el único día que jugué con ella,
me aburrí y la dejé de lado. Hablaba sólo ella: de sus días de éxito, de sus
noches de fiesta, de sus infinitos novios, abejorros podridos de panales de
miel, que le saciaban en todo lo que ella quería. Su colección de magnolias y
orquídeas, sus viajes por los mejores bosques del mundo...un auténtico coñazo
de personaje que no me aportaba nada.
“La Abeja Maya
se ha convertido en una abeja malvada y malhumorada”, dijo el patito de goma.
“No le gustó
nada que la dejases de lado, Maia. Se pasa el día con esa sonrisa permanente…, da
tanto miedo”, soltó Owlie.
“Y luego está
su compinche, el lerdo soplagaitas de Willy; se le nota que su vida ha estado
marcada por excesos de azúcar. Demasiadas drogas…”
“Libe, no te
pases; ser un soplagaitas no debería ser algo malo. ¿Has escuchado alguna vez
soplar una gaita?, listillo. Una gaita es el instrumento más bello que existe. Está
al mismo nivel de la pandereta y la botella de anís del mono”, le dije, sacando
mi vena de humor gallego.
“Lo ha perdido
todo. Tuvo que vender sus panales en Suiza y la Selva Negra para pagar sus
vicios y no quedarse tirada en cualquier parque del extrarradio. El éxito le ha
hecho mucho daño”, Pajarruqui nos dio información que tampoco necesitábamos.
Lo que de
verdad me interesaba saber era qué estaba pasando. Quiénes eran sus compinches
y de qué manera estaban fastidiando a mis juguetes.
Agú tomó la
iniciativa y me dio la lista completa de los juguetes que acompañaban a la
abeja.
“Esta el pato
sin corazón, ése que tiene un agujero en el pecho, un don nadie. El ciempiés de
4 pies; un tarado que va perdiendo patas por donde pasa. La mariquita del
cascabel insoportable, una pedorra sin gracia,
y su prima, la oruga miedosa, esa
que le tiras de la cuerda y empieza a temblar: creo que no ha jugado contigo ni
medio minuto. Y los peores vienen ahora:
El Elefante
vigoréxico, el que parece una sílfide atlética de cintura de avispa; pues ése
se está dedicando a entrenar al resto con métodos salvajes. Creo que le llaman
“Crossfit” o algo así. Es como el
calborotas, un entrenador personal, pero sin lorzas alrededor. Y por último, el
sopla…mocos de Willy; que no hace nada, pero está siempre a su lado, para lo
que sea”.
La lista de
Agú me dejó claro una cosa: esos juguetes no volverían a fastidiarme nunca más.