jueves, 18 de julio de 2013

Alopecia de Área Indefinida




      La guardería cierra en diez minutos y yo sigo sentada junto a Nikoll. Nadie aparece. Es como si los padres primerizos se hubiesen volatilizado y estuviesen ahora volando por la sonora levedad del éter. O algo por el estilo.
       Nikoll me dice que no me preocupe. Es mi cuidadora favorita. Tiene su trabajo de nueve de la mañana hasta las seis de la tarde, y hoy soy su último bebé a cuidar.
       —Estoy segura que tus padres vendrán a buscarte en un momento —lo dice con voz tranquila, porque sabe que si no llegan, tendrá que cerrar las puertas de la guardería y dejarme dentro.
        —¿Y por qué no me voy contigo a tu casa? —le pregunto con cara de pena.
        —No puedes venir a mi casa, Maia, aquello está lleno de serpientes y animales disecados.
        —¿En serio? —no tengo ni idea qué son los animales disecados, pero le muestro sorpresa para que se apiade de mí.
     —No te preocupes que tus padres vendrán en seguida. ¿Jugamos a ser cocineros? —me propone Nikoll.

      El reloj de pared marca indiferente el tiempo que me queda para presentar algo comestible. Quedan 5 minutos para terminar. Es la final del Primer Masterchef de la BabyRoom y soy la única concursante.
     —Os quedan 5 minutos para que me presentéis el plato que mejor represente vuestra vida; ¡vamos cocineros, demostrad todo lo que sabéis! —grita la juez Nikoll.
       Quedan tres minutos y estoy a punto de presentar un salpicón de juguetes mordidos con tropezones de  porexpán, cuando aparecen los padres primerizos con cara de susto y me quedo sin presentar nada.
        —Pensábamos que no llegábamos, mi niña —me dice mami.
        —No os preocupéis, aquí estábamos jugando a ser cocineros, ¿verdad Maia? —dice Nikoll
      Me quedo con las ganas de ir a la casa de Nikoll para ver sus animales disecados, o de probar mi salpicón de juguetes, pero la elección de familia no fue aleatoria; es lo que me tocó y ahora no hay marcha atrás. Tengo que volver a casa.
       En el coche vienen las disculpas y las explicaciones de por qué han llegado tan tarde. Mami tenía que acabar unos experimentos muy importantes. “De acuerdo, te perdono”, le digo mirándole a los ojos. Pero, ¿y el otro? Os explico su excusa en forma de cuento.
      “Todo empezó con un pelo blanco en mi barba. Y ese pelo blanco se fue comiendo el resto de pelos. El caso es que me miré en el espejo unos meses después y vi que la calva de mi barba era exageradamente grande. Así que me fui al dermatólogo para ver qué me pasaba.
      —¿Qué puedo hacer por ti? —me preguntó el dermatólogo.
     Le expliqué mi problema y él me explico el suyo. Resulta que estaba enamorado de su enfermera, pero ella no le hacía caso. Le consolé, porque se puso a llorar, y le dije que le dijese que la amaba.
     —Tú no sabes nada —gimoteó y me cogió la mano con ternura—. Necesito que mi enfermera me haga caso. La amo con locura.
     Eso no me lo esperaba. Aquella pobre señora podía ser su madre y un dermatólogo con su planta —era guapo y con pelo— podía permitirse una mujer mucho más guapa.
     —Pero hablemos de tu problema con el hueco en la barba…
     No pudo seguir. Lloró como jamás había visto hacerlo en un hombre maduro. Le abracé y le prometí que haría algo. Salí de la consulta y me acerqué a la recepción en donde estaba la enfermera, contando los minutos que le faltaban para marcharse a casa.
    —¿No se ha dado cuenta que el Doctor está loco por usted? —le solté a la enfermera a bocajarro. Ella no dijo nada.
    Volví a la consulta del Dermatólogo y me senté en la silla del paciente. Le dije que en las cosas del amor es difícil acertar. Le expliqué mi historia de amor con mi mujer y eso todavía le hizo más daño.
    —Lo ves. Tú eres feliz.
    —Ya, pero me costó mucho tiempo encontrarla.
    —¿Cómo se llama?
    —¿Mi mujer?
    —No, la máquina del tiempo que inventó tu abuelo.
    —Perdona, eh, no hace falta que estés a la defensiva. Se llama Lorena.
    —Ves y tiene un nombre precioso.
    —Deberíamos ir acabando con mi problema —le dije mirando el reloj de su pulsera—. Son casi las cinco y media de la tarde y tengo que ir a buscar a mi hija.
    —Yo nunca tendré una hija con mi enfermera.
    —Es demasiado mayor para tener hijos. ¿Por qué no te apuntas a un gimnasio y le explicas a la chica más guapa de allí que eres un dermatólogo de éxito?
   —Lo que pasa es que no tengo tiempo de nada. Estoy encerrado en éste maldito antro de pelos, granos seborreicos y gente con calvas en la barba que me importan un bledo.
   —Es lo que te da de comer —dije, tocándome la calva de mi barba.
   —Sí, tienes razón. Bueno, será mejor que hablemos de tu caso.
   —Eso ¿Cómo se llama mi enfermedad? —le pregunté.
   —Alopecia de área indefinida. No tiene cura, pero tampoco es una enfermedad que te vaya a suponer la muerte. De la misma manera que los pelos blancos de tu barba se comieron al resto, puede llegar un día en el que resuciten y vuelvas a tener una barba negra y frondosa”.

      Después de escuchar la historia del dermatólogo que hizo que los padres primerizos llegasen tan tarde a la guardería, le dije a Agú que ningún amor, por muy primerizo y fuerte que fuera, jamás me separaría de él. No sé, me dio por ahí. Luego, me dormí.          


miércoles, 3 de julio de 2013

Destrozando pasteles bajo la lluvia



      Otra vez a salir de casa con lluvia; esa maldita cortina de agua que no nos deja en paz. Ya sé que es invierno y que el hemisferio en el que nos ha tocado vivir está impregnado por la lluvia. Pero, ¿no era ésta la región más árida del mundo? Resulta que no, que nos ha tocado una semana lluviosa y el sábado va a seguir igual. Es lo que me explicó Varish, el bebé listillo de la BabyRoom, hace unos días sobre las lluvias de fin de semana.
      —En las grandes ciudades, durante toda la semana laboral, el cielo se va llenando de polución, del humo de los coches…
    —Si —le movía la cabeza como un resorte sin descanso. “Vamos, sigue que ya sé que te enrollas demasiado y nunca terminas de contarme lo que quieres”.
      —Y cuando llega el fin de semana, esa polución que se ha ido acumulando durante la semana laboral…
     —Aja —seguía moviendo la cabeza como un muñeco a punto de darle un síncope. “¿Quieres hacer el favor de terminar la puñetera clase de tráfico y polución?”.
       —Pues esa polución, que te decía, se termina descargando en lluvia de fin de semana.
       —Así que la polución semanal tiene culpa de las lluvias en fin de semana —concluí yo.
       —Sí.
      Me sorprendió su respuesta corta. Quizás siguió contándome la parábola de las abejas y las flores, pero mi cerebro desconectó. Esperé que la sala de los sombreros perdidos, en donde estábamos encerrados, se abriese con un fuerte estruendo de descompresión total.
      —Cuatro, tres, dos, uno…—dijimos a la vez, mientras mirábamos la pantalla del ordenador que había en la puerta de emergencia.  
      De eso hace unos días. Ahora quería hablar de la lluvia en Australia. No vivimos en la gran ciudad, ni la polución se acumula en las nubes de esta parte del mundo. Simplemente llueve. Te despiertas con resaca de biberones sin utilizar y llueve. De lo segundo se ocupa el cielo, de lo primero, me ocupo yo.
     Llevo unos días como el cielo. Llenando mi cara de lágrimas. Acabo de cumplir un año y vuelvo a dormir como un bebé de cuatro meses. No creo que a los padres primerizos les apetezca volver a esas noches de insomnio, en donde nos dedicábamos a pasear por el pasillo, conmigo en brazos, cantando la misma nana insoportable para que me duerma. Y lo peor de todo es que una vez dormida, cuando toca el momento de dejarme en la cuna, tengo una especie de muelle con detector de movimiento en el que me vuelvo a despertar. Es dejarme en la cuna y vuelve la lluvia. 
       Y después de las lluvias y las lágrimas, llegó el sábado de destrozar pasteles de cumpleaños. Habíamos quedado con unos amigos que tuvieron a su hija un día antes que naciese yo. La llamaron Georgia, como el estado americano, o como la canción, o quizás como homenaje a la abuela de él. Quién sabe.
      Llegamos a la casa de los padres de Georgia en menos de 25 minutos, de lluvia intermitente. Llegamos a la hora de la merienda. El salón de la casa tenía un pequeño rincón preparado para las fotografías. La pared estaba empapelada con papel de regalo: morado con topos blancos. O quizás al revés; blanco con topos morados. Si, así queda mejor.
    Los focos del nuevo profesional de la fotografía estaban calentando el rincón en donde haríamos el destrozo del pastel. Teníamos que quedarnos en pañales y colocarnos delante del pastel. Primero fue Georgia: tímida, sutil, primero con un dedo, como de persona mayor: “Ahora le doy caña al pastel y os vais a enterar”, parecía decir su cara. La madre de Georgia le ayudó a destrozar el pastel —que ella había preparado— y lo machacó. El suelo se quedó perdido, grasiento, con tonos morados que hacían juego con el papel de la pared.
      Después llegó mi turno. Me había pasado el tiempo de espera investigando la casa de mi amiga. Tenía frío, porque la lluvia de afuera seguía machacando las paredes de la casa, y sobre todo, porque lejos de los focos no hacía calor.
       Me coloqué en el lugar en donde minutos antes había estado Georgia. Me pusieron el pastel delante —el que mami había preparado para mí la noche anterior— y miré fijamente a los espectadores. Puse cara de pedir permiso sin que luego me fuesen a pedir explicaciones: “¿De verdad puedo comerme todo éste pastel?”
       —¡Vamos Maia, cómete el pastel! —me gritaban desde la otra parte de los focos.
    Les hice caso. Empecé tímida, sutil, primero con un dedo, pero luego me desaté. Paseaba la mano derecha, como planchando el pastel, por encima de la crema; y luego con la izquierda, con mi minúsculo dedo índice, rasgaba el lateral del relleno del pastel y se los enseñaba.
       “Mirad lo que tengo”, decía ahora mi cara.
       Después de destrozar mi pastel, no lloré. Y además, afuera dejó de llover. 


miércoles, 26 de junio de 2013

Maia voló sobre el nido del cucú



      Los días de mocos verdes en los ojos ya son historia. Ahora los reparto entre otras partes de mi cuerpo: la nariz, la garganta, las orejas. No es bueno monopolizar un mismo lugar para ser el refugio de esos extraños amigos verdes, que casi son parte de un bebé. La definición de bebé debería llevar implícita una frase como ésta: “Dícese del ser vivo que es más pequeño que el resto de los congéneres de su especie y que siempre tiene mocos”. No hay más que pasearse por la BabyRoom cualquier día y comprobar que los mocos son partes de todos nosotros. En fin, que yo he venido a hablar hoy de otra cosa: del arte del cucú.
 
       No he soñado que soy Jack Nickolson, ni que me meto dentro de  una clínica de enfermos mentales para evitar ir a la cárcel por haber traficado con mocos y virus de última generación; tampoco he bebido más cloro del habitual, ni me he convertido en aborigen que lanza boomerangs para cazar ornitorrincos con nombre de dibujos animados. No me he vuelto loca. No es mi estilo. Lo que sucede es que soy una artista del arte del cucú. Si. ¿Qué no sabéis qué es el arte del cucú? Pues eso tan divertido que nos enseñan a los bebés de taparnos la cara con un trozo de ropa, una manta o toalla, y en cuanto nos lo quitamos de la cara, los supuestos mayores, nos griten en una excitación exagerada: “¡Cucú!”: ojos abiertos como platos y boquita de piñón para lanzar un grito agudo que me deja temblando. 

      Imagen de un experimento aleatorio del arte del cucú.
     Estoy sentada en mi zona de juegos, tranquilamente, ordenando los cubiletes de colores. Que si el azul, que es el más grande va debajo, y dentro de éste va el cubilete rojo, que es el siguiente de tamaño inferior: esas cosas que ya sé hacer. Entonces llega uno de los padres primerizos  —a veces los dos— con una toalla en las manos. Es la misma toalla que por la mañana se utilizó para limpiarme la cara y las manos de restos de mantequilla y galletas pringosas de ositos del desayuno. Me la ponen en la cara y no veo absolutamente nada. Oigo la voz atronadora del padre primerizo en cuestión.
      —¡¿Dónde está Maia?! —gritando a cascoporro.
     Mi primer pensamiento es: “Otra vez con el cucú de las narices”. Respiro hondo, dejo el cubilete amarillo en el suelo —era el siguiente en la sucesión de cubiletes de colores— y me preparo para hacer mi truco de magia. Dejo que pasen un par de segundos de tensión —todo buen artista del cucú debería hacerlo—, acerco mi mano izquierda a la cara tapada y en un tirón repentino y seco, me quito la toalla verde —pringosa y con tropezones de desayuno— de la cara. Los gritos de excitación vuelven a dejarme sorda.
            —¡Cucú! ¡Muy bien, mi niña! —ahora gritan los dos como posesos.

      La mayoría de veces vuelven a ponerme la toalla sobre mi cara. Se repite la pregunta de dónde estoy: “Estaba ordenando mis cubiletes de colores y ahora quiero que me dejéis en paz”, pienso. Pero nunca tienen bastante.
       —¡Cucú! ¡Muy bien, mi niña!
      Lo repiten una y otra vez. Esta claro que desaparecer tras una toalla y volver a aparecer delante de los ojos de los padres primerizos es un truco fantástico, pero ya me estoy cansando del puñetero cucú.
      Estoy empezando a ser yo misma quien se tapa la cara con cualquier cosa. Hay veces que me tapo las orejas, o la nariz, o cojo a Agú y lo pongo sobre mi pelo, esperando la pregunta de rigor:
       —¡¿Dónde está Maia?!
       —¡Cucú!
       Desaparecer y hacer ¡Cucú! es cosa de unos pocos elegidos. Antes de que me vuelva loca haciendo una y otra vez el mismo truco, me voy a ir volando hasta mi nido, a descansar.
        ¡Cucú!