Magú tiene la misma mirada inocente
que su hermano. Un tacto suave, brazos tiernos y orejas redondas. Le falta la
capa azul y lleva un jersey a rayas grises que parece el traje oficial de una
prisión de alta seguridad. Eso fue lo que le pregunté cuando el calborotas me
lo dio para dormirme.
—¿Tú tienes un pasado oscuro, verdad
Magú?
Magú no contestó nada, dejó que le
comiese el brazo derecho, la oreja izquierda y al rato me preguntó si podrían subir sus
amigos a la cuna. Los otros muñecos que habían viajado con él hasta llegar a
casa. No tenía demasiado sueño, así que no me importaba demasiado escuchar
historias.
Magú me explicó cómo se tuvo que
marchar de la última casa problemática en la que había estado. Aguantaba los
golpes y maltratos de un bebé que no lo quería para dormir, lo quería para
arrancarle los brazos y las piernas.
—Yo también tenía una capa azul,
pero aquel demonio me la arrancó de cuajo —me dijo, fingiendo lágrimas de
cocodrilo.
En el trayecto desde España a
Australia, Magú fue recogiendo antiguos amigos que trabajaban en diferentes
países como muñecos que los bebés chupan para quedarse dormidos. Ese era el
punto de conexión de los cinco amigos de Magú.
—Somos los Guerreros del Wasabi; más
tarde te explicaré el por qué —soltó Magú.
Maia con coleta rosa y con Magú
Los Guerreros del Wasabi se fueron
presentando. Mi cuna parecía una reunión de alcohólicos anónimos:
—Hola, me llamo Magnus y soy un
muñeco que los bebés chupan para dormirse —dijo el primero.
Magnus era un muñeco sueco con cara
de panolis, orejas de elefante y nariz de koala; la supuesta belleza sueca
tenía su excepción, y esa era Magnus. Se escapó de la última casa una noche en
que su dueño estaba de viaje. Magnus dormía cada noche con el tipo que se
inventa los nombres de los muebles del Ikea. Un tipo extraño, soltero y sin hijos, que se tenía que dormir con Magnus
en la boca. Su mayor creación había sido ponerle el nombre al sofá Karlstad y a
la librería Expedit. Magnus temblaba al terminar su relato y dejó paso al
segundo guerrero Wasabi.
—Hola, me llamo Hiro y soy un muñeco
que los bebés chupan para dormirse.
—Hola, Hiro —contestamos todos a la
vez.
Hiro tenía heridas por todo su
cuerpo. Su último amo fue un japonés afilador de espadas samuráis. Vivía
acechado por la muerte cada noche. El hijo del afilador tenía la extraña manía
de llevarse mini espadas samuráis a la cuna, y en vez de chupar los brazos o
las piernas de Hiro, se dedicaba a clavarle mini espadas por su cuerpo.
—¿Sabéis lo que es el harakiri? Pues
cada noche tenía que pasar por uno antes de que el maldito bebé se durmiese.
Hindú fue el siguiente muñeco en
presentarse. Olía a curry que tiraba de espaldas y tenía miedo al váter.
Explicó que el día que un niño aprende a ir sólo al lavabo, era el día que se
caería por el váter y moriría ahogado.
—¿Pero quién se caería dentro del
váter, tú o el niño? —le pregunté a
Hindú.
—Cuando un niño aprende a mear sólo
en el váter, es el día que su muñeco para chupar pasa a mejor vida.
El acento indio de Hindú me tenía un
poco confundida. Asentí como hace el calborotas cuando habla en inglés con
algún australiano y dejé pasó al penúltimo guerrero Wasabi. Su nombre era Vudú.
reclamando mi sitio en el sofá
Bonita Maia, que historias te cuenta papi. Ab Eli
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