lunes, 13 de mayo de 2013

Fiebre del sábado por la mañana



      6:45 am.
     Me despierto sin recordar qué me contó Freud del sueño que tuve anoche. Me noto rara, como si en la revelación del sueño estuviese la solución a la piedra filosofal o algo por el estilo.
     Al llegar a la guardería veo a Amelie muy entretenida chupando algo que no consigo ver. Me acerco a ella y me lo pasa como si fuéramos rastafaris jamaicanos.
    —¿Y esto qué es? —le pregunto.
    —Tsss; me lo acaba de pasar Mackenzie. Dice que es la bomba. Es un virus estomacal de última generación.
    —¿Un virus estomacal? Eso no es malo.
    —Me ha dicho que te da el mayor subidón que puedas imaginar. Que lo flipas en colorines.
    —Yo no me fiaría mucho de lo que te pasa esa —Mackenzie lleva un par de semanas intentándose hacer amiga de Amelie, cosa que me repatea el hígado.

      El virus estomacal tiene pinta de araña minúscula. Se mueve entre mis dedos con gracia, pero me aburre. No le encuentro el gusto al pasar mi lengua por su espalda peluda y me lo trago sin querer. Amelie se echa las manos a la cabeza.
     —¡Tía que has hecho, tenías que pasarlo!
     Cinco minutos después empiezo a notar un calor dentro de mi cuerpo que nunca había sentido. Estamos en pleno otoño austral y estoy ardiendo. Les pido a las chicas que me despeloten.
     —Hola, mira soy Nikoll, que tenemos a Maia con fiebre. Tendríais que venir a buscarla inmediatamente —llamada de urgencia a los padres primerizos, que vienen a buscarme diez minutos más tarde.
     La guardería no quiere a bebés con diarrea ni con temperaturas más alta de 37 grados. El virus estomacal está dentro de mí y me quema.
    Llegamos a casa y me paso el viernes delirando. Lloro, me río, me dan un chupito de Panadol, un baño de agua fría, vuelvo a llorar.

       La noche pasa entre subidones de temperatura controlados por tres termómetros que nunca marcan el mismo número. Para vuestra información, la temperatura en el culo siempre es la más alta.
      El sábado por la mañana me despierto ardiendo, incandescente. Tengo 39.75 grados y la piel roja como un cangrejo rojo. Al mirarme al espejo hasta puedo ver mis manos convertidas en pinzas, me salen dos antenas de la cabeza y si me diese por caminar, lo haría hacia atrás. Ahora entiendo al personaje de “La Metamorfosis” de Kafka; para llegarse a ver como un escarabajo tuvo que llegar a los 40 de fiebre, por lo menos. Mi nueva forma de cangrejo rojo es la ideal para que los padres primerizos me lleven al hospital en plan urgente. Se les ve muy asustados.
       “Tranquilo chicos, esto es un simple subidón de fiebre: en cuanto pase el momento cangrejo, volveré a ser yo”, les intento transmitir. No me hacen caso y me meten en el coche. 

       
      Al llegar al hospital hay un tipo con pinta de estar pasado de anfetaminas o de cosas peores que suplica ayuda. Llora y pide que le den algo para recuperar los latidos de su corazón.
      —¡No tengo latidos aquí! —se señala el lado derecho del pecho; si se tocase el lado izquierdo notaría su ritmo cardiaco, pero yo no le digo nada.
      Nos meten en la sala de espera de bebés enfermos. Estamos solos y mi temperatura empieza a relajarse, pero sigo ardiendo. Una enfermera simpática nos hace pasar a la sala de bebés enfermos. Hay una niña que también se comió un virus estomacal de última generación y tiene pinta de langosta de ojos saltones.
      El médico de urgencias de los bebés les hace muchas preguntas a los padres primerizos. Cada vez que responde Napoleón —al que mami sigue llamando “papi”—, no entiende una sola palabra de lo que le ha dicho.
       —Así que lo último que ha comido la niña es un pudding de manzana —dice el médico de urgencias tras escuchar la explicación de Napoleón.
      —No, no; lo último ha sido un puré de pera —rectifica mami, que domina mejor el inglés y la situación.

      Cuando el médico termina de reconocerme, abandono mi estado de cangrejo rojo y la temperatura en mi sobaco es de 36.8. Vuelvo a ser un bebé de diez meses sin pinzas ni antenas en la cabeza. Volvemos a casa con una de esas conversaciones que un bebé no debería recordar.
     —Antes todo se arreglaba con un supositorio en el culo; me imagino que aquí no dan supositorios porque lo verán algo ofensivo para el bebé.
     No importa quién dijo esa frase. La próxima vez que se encuentren mal, que sean ellos los que solucionen sus enfermedades con un buen supositorio; con el termómetro ya tengo bastante.

1 comentario: