6:45 am.
Me despierto sin recordar qué me
contó Freud del sueño que tuve anoche. Me noto rara, como si en la revelación del
sueño estuviese la solución a la piedra filosofal o algo por el estilo.
Al llegar a la guardería veo a
Amelie muy entretenida chupando algo que no consigo ver. Me acerco a ella y me
lo pasa como si fuéramos rastafaris jamaicanos.
—¿Y esto qué es? —le pregunto.
—Tsss; me lo acaba de pasar
Mackenzie. Dice que es la bomba. Es un virus estomacal de última generación.
—¿Un virus estomacal? Eso no es
malo.
—Me ha dicho que te da el mayor
subidón que puedas imaginar. Que lo flipas en colorines.
—Yo no me fiaría mucho de lo que te
pasa esa —Mackenzie lleva un par de semanas intentándose hacer amiga de Amelie,
cosa que me repatea el hígado.
El virus estomacal tiene pinta de
araña minúscula. Se mueve entre mis dedos con gracia, pero me aburre. No le
encuentro el gusto al pasar mi lengua por su espalda peluda y me lo trago sin
querer. Amelie se echa las manos a la cabeza.
—¡Tía que has hecho, tenías que
pasarlo!
Cinco minutos después empiezo a
notar un calor dentro de mi cuerpo que nunca había sentido. Estamos en pleno
otoño austral y estoy ardiendo. Les pido a las chicas que me despeloten.
—Hola, mira soy Nikoll, que
tenemos a Maia con fiebre. Tendríais que venir a buscarla inmediatamente
—llamada de urgencia a los padres primerizos, que vienen a buscarme diez
minutos más tarde.
La guardería no quiere a bebés con
diarrea ni con temperaturas más alta de 37 grados. El virus estomacal está
dentro de mí y me quema.
Llegamos a casa y me paso el viernes
delirando. Lloro, me río, me dan un chupito de Panadol, un baño de agua fría,
vuelvo a llorar.
La noche pasa entre subidones de
temperatura controlados por tres termómetros que nunca marcan el mismo número.
Para vuestra información, la temperatura en el culo siempre es la más alta.
El sábado por la mañana me despierto
ardiendo, incandescente. Tengo 39.75 grados y la piel roja como un cangrejo
rojo. Al mirarme al espejo hasta puedo ver mis manos convertidas en pinzas, me
salen dos antenas de la cabeza y si me diese por caminar, lo haría hacia atrás.
Ahora entiendo al personaje de “La Metamorfosis” de Kafka; para llegarse a ver
como un escarabajo tuvo que llegar a los 40 de fiebre, por lo menos. Mi nueva
forma de cangrejo rojo es la ideal para que los padres primerizos me lleven al
hospital en plan urgente. Se les ve muy asustados.
“Tranquilo chicos, esto es un simple
subidón de fiebre: en cuanto pase el momento cangrejo, volveré a ser yo”, les
intento transmitir. No me hacen caso y me meten en el coche.
Al llegar al hospital hay un tipo
con pinta de estar pasado de anfetaminas o de cosas peores que suplica ayuda.
Llora y pide que le den algo para recuperar los latidos de su corazón.
—¡No tengo latidos aquí! —se señala
el lado derecho del pecho; si se tocase el lado izquierdo notaría su ritmo
cardiaco, pero yo no le digo nada.
Nos meten en la sala de espera de
bebés enfermos. Estamos solos y mi temperatura empieza a relajarse, pero sigo
ardiendo. Una enfermera simpática nos hace pasar a la sala de bebés enfermos.
Hay una niña que también se comió un virus estomacal de última generación y
tiene pinta de langosta de ojos saltones.
El médico de urgencias de los bebés
les hace muchas preguntas a los padres primerizos. Cada vez que responde
Napoleón —al que mami sigue llamando “papi”—, no entiende una sola palabra de
lo que le ha dicho.
—Así que lo último que ha comido la
niña es un pudding de manzana —dice el médico de urgencias tras escuchar la
explicación de Napoleón.
—No, no; lo último ha sido un puré
de pera —rectifica mami, que domina mejor el inglés y la situación.
Cuando el médico termina de
reconocerme, abandono mi estado de cangrejo rojo y la temperatura en mi sobaco
es de 36.8. Vuelvo a ser un bebé de diez meses sin pinzas ni antenas en la
cabeza. Volvemos a casa con una de esas conversaciones que un bebé no debería
recordar.
—Antes todo se arreglaba con un
supositorio en el culo; me imagino que aquí no dan supositorios porque lo verán
algo ofensivo para el bebé.
No importa quién dijo esa frase. La próxima
vez que se encuentren mal, que sean ellos los que solucionen sus enfermedades
con un buen supositorio; con el termómetro ya tengo bastante.
pero que guapa esta dormidita, es un angelito!!!
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