La clase de
los bebes andaba un poco suelta. Y no me refiero a caminar o a empezar a gatear
sin sentido; me refiero a lo que me refiero. Un par de bebés habían tenido que
volver a casa antes de hora por la ligereza de sus deposiciones. Mi ligereza
empezó esa misma noche, pero no fue hasta la mañana siguiente cuando mami le
contó a mi cuidadora lo que me pasaba.
—Creo que Maia anda un poco suelta,
ya me entiendes —le dijo mami a Caroline señalando mi culo.
—Uy, ayer hubo un par de niños que
también andaban sueltos…y los tuvimos que mandar a casa; es política de la
guardería hacer eso para que el resto de los bebés no se contagien —dijo
Caroline con su flequillo hasta el entrecejo.
—Vaya, así que es la política a
seguir…—dijo mami pensativa.
—La política de la guardería dice
que tienen que volver a casa. Lo siento.
“Conclusión: La política es una
mierda”, pensé yo.
Tenía que volver a casa a pasar el
día de ligereza con el entrenador de los futuros jugadores de la selección
australiana de fútbol. Su cara era una poesía de Miguel Hernández: “Nanas de la
cebolla”.
la cara de la ligereza
El poeta de la cebolla tenía
entrenamiento de fútbol por la tarde, aunque evidentemente no podía ir porque
tenía que cuidarme, así que llamó al responsable de deportes y actividades
extraescolares del sitio para avisar.
—Hola, mira, que soy el entrenador
de los chicos de fútbol, que hoy no podré ir porque mi hija está malita y tengo
que llevarla al médico. Lo siento mucho por dejar tirados a los chicos…—mintió
vilmente Pinocho (el antes conocido como Entrenador), para explicar el por qué
no podía ir a trabajar hoy.
No escuché la respuesta del otro
lado del teléfono, pero no entendía el por qué de la mentira. Hubiese bastado
con contarle la verdad.
—Mira, la política es una mierda y
mi hija tiene que quedarse todo el día en casa conmigo. Ale, hasta luego,
Lucas.
Era la hora de mi primera siesta y
Agú me recomendó que no me portase mal con mi padre.
—Pobrecillo, no seas muy dura con
él. Bueno, sé dura en lo que tienes que ser dura, para poder volver mañana a la
guardería, pero en lo demás, pórtate bien. Ahora que empezaba a tener un
trabajo que parece que le gusta…, y se te ocurre ponerte a cagar en
aspersión…No seas muy mala y no le des mucho trabajo —me dijo Agú, cuando
Pinocho me puso en la cuna para dormir la primera siesta del día.
—Bueno, vale, de acuerdo —le
contesté con su brazo en mi boca.
Me quedé frita en un par de minutos
y dormí más de dos horas en mi cuna. Mis cacas necesitaban fortalecerse, así
que mandé a todo el ejército de glóbulos blancos hasta los intestinos y les
mandé que dejasen todo en orden para pasar de la ligereza a la dureza en un par
de cagadas. Con perdón.
Pinocho
tenía todo preparado para cuando me despertase. Todos los juguetes en su sitio,
la leche recién calentada en mi biberón favorito, un bol de arroz y carne
triturada por un lado, y otro bol de fruta recién preparada por si me
despertaba caprichosa y sólo quería tomar pera y manzana. No podía negar que el
tipo estaba preparado para cuidarme a jornada completa. Le hice caso a Agú y me
porté bien.
Me tomé todo el biberón, comí un poco de arroz y me zampé la fruta sin rechistar. Luego jugamos con todos los juguetes que yo quise. Es gracioso ver como se puede controlar a un padre con el mínimo esfuerzo. Él va intentando cosas que me puedan hacer reír, y cuando lo consigue, esa cosa la repite hasta la saciedad. Yo decidí que me hacía muchísima gracia ver como movía la cabeza de un lado hacia el otro, sacando la lengua y emitiendo a la vez un ruido estúpido —como de persona con pocas luces— simulando que se volvía loco.
A la vigesimoquinta vez que lo hizo, empecé a notar que se estaba poniendo blanco, resoplando angustiado, sintiendo que en cualquier momento iba a vomitarme encima debido al mareo que le estaba provocando mover la cabeza como un loco. Entonces decidí que ya podíamos hacer otra cosa, y lo celebré con un par de zurullitos bien formados, que eran mi pasaporte para volver mañana a la guardería
Jorge Drexler. "Todo se transforma"
Me tomé todo el biberón, comí un poco de arroz y me zampé la fruta sin rechistar. Luego jugamos con todos los juguetes que yo quise. Es gracioso ver como se puede controlar a un padre con el mínimo esfuerzo. Él va intentando cosas que me puedan hacer reír, y cuando lo consigue, esa cosa la repite hasta la saciedad. Yo decidí que me hacía muchísima gracia ver como movía la cabeza de un lado hacia el otro, sacando la lengua y emitiendo a la vez un ruido estúpido —como de persona con pocas luces— simulando que se volvía loco.
A la vigesimoquinta vez que lo hizo, empecé a notar que se estaba poniendo blanco, resoplando angustiado, sintiendo que en cualquier momento iba a vomitarme encima debido al mareo que le estaba provocando mover la cabeza como un loco. Entonces decidí que ya podíamos hacer otra cosa, y lo celebré con un par de zurullitos bien formados, que eran mi pasaporte para volver mañana a la guardería
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