Las
pestañas se fueron desenredando de mocos verdes a cada gota de antibiótico que
caía sobre mis ojos. Desaparecido en Combate III se había colocado el disfraz
de Mary Poppins, y los dos días en casa con mi nueva cuidadora pasaron con
penas y sin glorias.
Mary Poppins se despidió de mami en
la puerta de casa. Dejó su paraguas mágico dentro del coche, y me llevó hasta
el salón diciéndome que todo iba a salir bien. Enchufó su iPhone a los
altavoces y empezó a cantar la particular banda sonora que había creado para
cuidarme.
Imaginaos
que todo lo que hacéis estuviese acompañado por música a todas horas. Sería
como lo que le pasó a esa pobre señora inglesa, que estuvo tres años con la
misma canción metida en la cabeza. La escuchaba día y noche. Sin parar. Tuvo
que ir al médico para pedirle que le sacase ese ruido con ritmo del cerebro.
—Usted tiene Paranoia Musical
Deforme —le dijo el doctor a la pobre
señora, que seguía cantando la misma canción mientras el médico buscaba una solución
a su problema.
—¿Y qué puedo hacer? —preguntó la
señora moviendo rítmicamente su cabeza.
No recuerdo lo que le recomendó el
médico a la pobre señora, pero a mí me estaba pasando algo parecido. Yo le
hubiera enviado a Mary Poppins para que le pusiera su música especial para
cuidar bebés.
Ahora era yo quien tenía Paranoia
Musical Deforme. La culpa la tenía la lista de canciones que había creado Mary
Poppins para cuidarme. Y lo peor de todo es que cantaba cada canción con un tono agudo que
parecía llevarle a otra dimensión espacial.
La primera canción que sonó fue una
de Mecano. Sí, Mecano. Mary Poppins ponía cara de concentración cada vez que se
acercaba el momento cumbre de la canción: “Me cuesta taaantoo olvidaaarteee”,
con su solo de piano y su atmosfera de canción de desamor que desgarra el
corazón.
“Ese es mi padre”, pensé con cara
muy triste.
Los poderes de Mary Poppins parecían
leerme la mente y me dijo.
—Maia, mi niña, no te asustes de
cómo canto. Esto es para ti —y me señaló con su dedo índice y un ladeo de
cabeza que me asustó más. Siguió cantando la canción de Mecano cada vez con un
tono más agudo, que empezaba a llenar mis oídos de mocos verdes.
“En serio”, esto último lo pensé tan
fuerte que me puse a llorar.
—No mi niña, no te asustes. Vamos a
escuchar otra canción más alegre. ¿A ver cuál toca ahora? —dijo antes de que
sonase la siguiente canción.
Como un lobo. Miguel Bosé.
—¿Qué quieres cenar en tu última
noche? —preguntaría el carcelero antes de llevar a ese reo a la silla
eléctrica.
—Quiero cantar y bailar “Como un
lobo” de Miguel Bosé —pediría el reo antes de morir. Sin cenar, obviamente.
—Que así sea —diría el carcelero,
que con un chasquido de dedos daría paso a la canción dentro de la celda.
Pues así me sentía yo. Como un reo a
punto de ser trasladado a otra celda porque su compañero ha elegido como último
deseo cantar y bailar “Como un lobo” de Miguel Bosé.
No lloré. Esperé a que terminase la
actuación y esperé a que la próxima canción fuera “Para dormir a un elefante
hace falta un chupete muy grande” o “cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos
detrás de la escoba”; pero no. Mary Poppins seguía contoneando sus caderas y yo
allí, mirándole a los ojos, sin pestañear.
“Ese tío que está cantando con voz de
falsete y se contonea detrás de la mesa es mi padre: Mierda”.
La lista de canciones que había
creado debía tener un nombre del tipo: “A veces me levanto un poco gay, para
qué lo vamos a ocultar”, o incluso peor: “Voy diciendo que me gustan Los
Planetas, Vetusta Morla y todos esos grupos de Indie Rock, pero en realidad me
pierden las cancionzacas de amor y desamor con un tufillo a adolescente
histérica que mataría por un beso de tornillo de su cantante favorito”.
La última canción que recuerdo
escuchar antes de quedarme dormida fue: “Mi soledad y yo” de Alejandro Sanz. Ahí
lo dejo.
Yo lo dejé por imposible. Dormí la
siesta más larga de los últimos meses —más de dos horas—, y esperé que el
momento del regreso de mami llegase pronto para salvarme de aquel despropósito.
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